martes, 21 de diciembre de 2010

Los mejores de todos los tiempos

Como siempre sucede, nunca faltan las famosas listas de quién es quién en cualquier actividad. Y siempre, habrá descontentos que no estaremos de acuerdo, principalmente cuando los criterios de las mismas están marcados, por la moda, el número de discos vendidos o la lana que gana el nominado en cuestión. Un ejemplo de ello es la música popular y he ahí que ahora les presentamos una lista publicada en el blog de nuestros amigos de Crooked blog y, tomada de la página Gibson, donde se pasa revista a lo que se supone lo mejor de lo mejor. Así que retomemos la porpuesta de sus autores y propongamos a aquellos que faltan, como Pink Floyd, Patti Smith, Tom Waits, Phillip Glass, Keith Jarrett, Jan Garbarek y Steve Reich, entre muchos, muchos otros. En tanto, ¡¡Duro con ellos!!

"En la historia de la música han habido muchos grandes artistas qué a traves de sus discos han cautivado a millones y millones de personas. Sin embargo, hay gente que ha llegado más allá de solamente crear un sonido, si no crear una escuela y legado musical, que conforme pasan los años, siguen siendo un monumento de inspiración. A continuación, gracias a la página Gibson, les entrego la lista de los 50 artistas que han cambiado, roto reglas, exploradores y grandes visionarios que siempre miraron al horizonte con una sola pregunta: “¿Por qué no ir más lejos?”"




01. Bob Dylan

02. The Beatles

03. Jimi Hendrix

04. Elvis Presley

05. Les Paul

06. Miles Davis

07. Chuck Berry

08. John Coltrane

09. George Gershwin

10. Muddy Waters

11. Frank Zappa

12. Hank Williams

13. David Bowie

14. Brian Wilson

15. John Lennon

16. Frank Sinatra

17. Bill Monroe

18. Robert Johnson

19. John Cage

20. Buddy Holly

21. Bob Marley

22. Ray Charles

23. James Brown

24. Nirvana

25. Sex Pistols

26. Madonna

27. The Velvet Underground

28. Little Richard

29. Prince

30. Django Reinhardt

31. Cole Porter

32. Charlie Christian

33. Michael Jackson

34. Eddie Van Halen

35. Led Zeppelin

36. Radiohead

37. Brian Eno

38. The Carter Family

39. Run-DMC

40. Jimmy Page

41. Grandmaster Flash and the Furious Five

42. Eric Clapton

43. Johnny Cash

44. Charlie Patton

45. Louis Armstrong

46. Metallica

47. Stevie Wonder

48. Charlie Parker

49. Sam Cooke

50. The Stooges



¿A quien agregarías, o quitarías?

miércoles, 15 de diciembre de 2010

De aquí, de allá, de todas partes 1



Durante años y años de lecturas hemos ido acumulando pequeños textos que bien pueden agruparse en el apartado de curiosidades. Estas pueden ir, desde las deportivas o musicales, hasta la filosofía y la historia. Va pues, una pequeña probada de estos dichos y hechos. Sólo debemos aclarar que no incluiremos las fuentes de dónde fueron tomadas por cuestión de agilizar su lectura, pero con mucho gusto, si alguien se interesa en conocerlas, podemos enviarlas por correo electrónico. Esperamos también sus comentarios para enriquecerlas, corregirlas o refutarlas, en la continua esperanza de que este sea un diálogo y no el típico monólogo del autor.
PD.  Las citas están tomadas tal y cómo las escribieron sus autores, excepto lo que se encuentre entre paréntesis que, generalmente serán comentarios del autor de este espacio.

Jesús
-Santiago el menor, hermano de Judas Tadeo. Se parecía tanto a Jesús, era pariente de José o de María, que quienes no los conocían bien, solían confundirse. Tal vez por ello, en la noche de la prisión del hijo del Hombre, era necesario que Judas besara al indicado para evitar confusiones.

Aquiles
-Pese a la idea reciente de pintar al rey de los Mirmidones cómo un obseso de la guerra (ver el artículo sobre El último héroe o el destino del guerrero, en este mismo blog) , el hijo de Peleo y Tetis, no sólo era el mejor guerrero de los griegos, sino el único capaz de cantar acompañándose de una cítara.

AC/DC
-Cuando en Julio de 1980 sale el disco Back in Black, del grupo australiano AC/DC, el álbum resulta toda una revelación. Parecía que sonaba fuerte incluso cuando no se ponía a todo volumen, y cuando el volumen estaba al máximo sonaba a gloria. En años venideros, los estudios de Nashville, la capital mundial del la música country, utilizarían Back in Black como medio para comprobar la acústica de una sala, mientras que Motörhead lo usaría para poner a punto su contundente equipo de sonido.

La Enciclopedia
-La famosa Enciclopedia o Diccionario razonado de las Artes y los Oficios (ese que trajera tantos dolores de cabeza a los independentistas mexicanos), se publicó entre 1751 y 1772 por Denis Diderot, quien contó con la colaboración de, entre otros, Rousseau, Voltaire, Montesquieu y D´Alembert, todos ellos reconocidos pensadores de su época.

La Tierra
-Eratóstenes de Cirene (circa 276-194 A.C.), fue el primero en medir el diámetro de la Tierra, al observar las sombras proyectadas por el Sol en diversos lugares, a la misma hora.

El origen del mundo, según los Iroqueses.
-Según el mito iroqués, una mujer embarazada cayó del cielo al océano primigenio y fue rescatada por un ave marina que la colocó encima de una tortuga. Una rata almizclera cogió un puñado de tierra del fondo del mar y lo puso en el caparazón. Entonces, éste comenzó a crecer y así se formó la Gran Tortuga o Isla Tortuga, que es como llaman estos indios a Norteamérica.

La vergüenza
-Decía Plinio el viejo (23-79 D.C.), en su obra Naturalis Historia, afirma que la vergüenza se localiza en la mejilla.
El Espíritu santo
-En el siglo X de nuestra era, se prohibió el uso antropomórfico del Espíritu Santo en las obras de arte, fue entonces cuando la paloma entró a formar parte de la trinidad cristiana.

René Descartes
-El famoso autor de la frase: Cogito, ergo sum (pienso, luego existo), murió a los 53 años, en Estocolmo, Suecia, en 1650 a consecuencia de una pulmonía que contrajo por dar clases de Filosofía a su anfitriona, la reina Cristina de Suecia, todos los días a las 5 de la mañana.

El Purgatorio
-El Purgatorio es un dogma que se oficializó en el concilio de Lyon, en 1274, y que sólo los católico aceptan.

Paracelso
-Theophrastus Bombast von Hohenheim (1493-1541), creó el nombre de Paracelso para dejar en claro que él era mejor que el célebre médico romano Celso. Así mismo, fue el primero en proponer una medicina nueva, basada en la experiencia y olvidándose para siempre de los jugos o humores y realizando el tratamiento con medicamentos.

“El artista debe, no contar su vida tal como la vivió, sino vivirla tal como la contó”.
Marguerite Yourcenar. (1903-1987)

domingo, 5 de diciembre de 2010

Catálogo 6
















Con su lanza ardiente, el guerrero y su nave fueron testigos del cielo.
Acrílico sobre novopan.
114 X 124 cms.
Propiedad. Dr. Alberto Soberanis.


















El arma de mi Nahual.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de Fernando Reyes.



















El tocado de la señora Faldilla de serpiente.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de René Torres.




















Entonces, él escanció el copal.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Disponible.


















Los musicantes 1. Ik, la guitarra del viento.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Disponible.













Los musicantes 2. Ahau, el señor del trueno.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Disponible.


















Los musicantes 3. Cauac, el señor invisible de la tormenta.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de Eduardo Coronado..




















Los musicantes 4. La voz de la noche
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Disponible.



















Los ojos de la virtud.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de Fernando Reyes.



















Ni Olmecas, ni gemelos.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de Carmen Muñoz.



















Ofrenda en Kinich Wita.
Acrílico sobre tela.
46 X 61 cms.
Propiedad de Eimy Fernández.

martes, 30 de noviembre de 2010

El guajolote del viejo Ermilo

Ya habíamos comentado que en el futuro, tendríamos el honor de publicar otro relato de la magnífica pluma de Ulises Ladislao. Hoy, nos narra una divertida historia sobre cierto personaje, lleno de flatulencias, y de cuyas virtudes siempre supo sacarles lo peor de cada una de ellas y ganarse el rencor de muchas personas, entre ellas los "perros muertos de hambre" de sus nietos. Que se diviertan y que conste, que si alguien se ve reflejado en dicho personaje, comience a pedir disculpas porque si no, la vida no le va a alcanzar para terminar de ofrecerlas.


Sentado por interminables horas en la orilla derecha del sillón grande, el viejo Ermilo vio pasar casi 45 años provisto de un matamoscas, un pantalón agujereado amarrado con un mecate, unos lentes de fondo de botella, revistas de crucigramas, una caguama diaria bien fría y un oído de tísico que desafiaba invicto los murmullos más imperceptibles de las pláticas femeninas.
Orgulloso graduado del Instituto Campechano, Ermilo se casó con la dulce Rosalía animado por la posibilidad del gozo del placer diario y armado hasta los dientes con su inagotable talento de mecánico. De esta forma, planeaba escalar muchos peldaños sociales, como le prometió en una cálida noche en el Salón Carta Clara, en un concurrido baile en el que lució su reconocida casta de danzonero del jacarandoso barrio del Cristo Negro de ébano, el portentoso Santo Patrono de San Román, traído sin desembarcar directamente de un barco español atracado en el Puerto de Veracruz, en 1565.
Parrandero, mujeriego y jugador desde los 14 años, a los 30 Ermilo tenía ganas de sentar cabeza y qué mejor que con esa delicada y culta mujer de Escárcega que lo veía con admiración, se callaba respetuosamente cuando él arremetía con estentóreos gritos sus tesis doctorales acerca de la mecánica y lo idolatraba como un dios maya renacido de las ruinas de la cercana Edzná.
Tanta admiración y sumisión no mermó ni un céntimo a pesar de que pronto Rosita se dio cuenta de que Ermilo era un don Juan, cuya labia era en realidad una intrincada enredadera de sueños falsos e imposibles, y peor aun, le gustaba resolver a golpes sus errores u omisiones, y no pocas veces, sin mediar la menor provocación cuando llegaba borracho. Así, no pasaba semana que no le propinara un severo castigo, producto de sus amarguras de genio incomprendido y de no alcanzar el triunfo profesional por él mismo anticipado.
Una de esas golpizas no pasó desapercibida, cuando Ermilo mudó a su familia a la selva campechana, en el kilómetro 192 de la ruta que iba de Campeche hasta Tenosique, Tabasco, en busca de mejores horizontes. Una mañana, Rubén Gamboa se presentó de improvisó en la casa de palma y techo de guano del campamento Chac ché y encontró a su hermana tendida en la hamaca, media muerta, embarazada de seis meses de Marvin, el quinto de sus hijos, y con negros moretones que le cubrían media cara, la parte baja de la espalda y ambos muslos.
Sin pensarlo, tomó su caballo y se enfiló rumbo al rancho de su hermano Manuel, donde sabía que Ermilo reparaba el “Mínimo”, un tractor que le habían conseguido los hermanos Gamboa como un favor para se ganara unos centavos con qué mantener a los hijos. Lo encontró trepado en su cátedra intensa y apasionada, presumiendo su sabiduría a un trío de peones y revelándoles los secretos insondables de la puesta a tiempo de los motores. Lo tomó de la camisa y de un sólo movimiento lo arrojó hasta el suelo y le puso la boca de su 38 entre las cejas.
– ¡Aquí te va a cargar la chingada, Caifás! ¡A mi hermana no la vuelves a tocar nunca más, desgraciado!
Decidido a todo, Rubén cortó el cartucho de su revólver en el momento que oyó detrás de sí el grito de su sobrina Mirna, que venía por el camino llevando entre sus bracitos negros y sucios una canastita de colores con tamales torteados de puerco, cuyo destinatario era su padre.
–¡No lo mate, tío, no lo mate!
Mirna tiró a un lado del camino la comida y corrió hacia su padre con la idea de protegerlo con su cuerpecito delgado y esmirriado. Dio apenas unos pasos y cayó fulminada como por un rayo. La pequeña empezó a agitarse sin control, sus ojos se tornaron blancos y su quijada se trabó fuertemente empecinada involuntariamente en partir en dos su blanca lengua.
Los dos hombres olvidaron su disputa y se abalanzaron hacia la niña que no dejaba de convulsionarse, presa de un ataque epiléptico que le hacía retorcerse en la tierra amarilla del camino. Sin atinar qué hacer, le daban cachetaditas para hacerla reaccionar, asustados por la fuerte agitación que no lograban dominar.
Tras un par de minutos, la crisis aminoró y Rubén cargó el cuerpo flaco, pequeño y flácido de Mirnita, cuyas manchas inconfundibles de la desnutrición reafirmaban la palidez de su cara. El hermano mayor de los Gamboa montó ágilmente en su caballo y salió disparado entre el monte hacia el campamento de camineros donde ofrecía consulta su paisano, el doctor Martínez Chávez.
Rubén entró a la casucha de varas y techo de guano convertida en clínica, hospital o lo que se necesitara en el medio de la selva campechana, embistió a quien se le atravesó en su camino y depositó a su sobrina en una hamaca que hacía de mesa de exploración.
–La epilepsia no me preocupa, eso se quita con los años –diagnosticó el experimentado galeno–, pero esta niña se les puede morir de desnutrición si no le dan de comer como se debe y todos los días.
El médico tomó un frasco de pastillas de vitamina C y se las entregó a Rubén, quien derrumbado en el piso del consultorio, dejaba escapar un par de lágrimas que se escurrieron a lo largo de sus mejillas.
A pesar de ello, el suceso no modificó el comportamiento de Ermilo, quien se graduó con honores como el borracho más connotado de la zona. Con el poco dinero que ganaba, organizaba francachelas con sus amigos por días enteros cerrando a veces por semanas la cantina La Palestina, que los mercaderes “turcos” habían instalado en la villa de Escárcega para sorber como zancudos la escasa paga de los peones de la zona vendiéndoles licor a precio de oro.
Tras verse señalado con tan dudoso honor, luego de tres años de andar de campamento en campamento, decidió regresar al puerto, no sin antes emprender una tremenda parranda de despedida con sus más allegados con el dinero que le habían pagado a su mujer por la venta de dos docenas de gallinas ponedoras, el mayor patrimonio jamás atesorado por la familia, el mero día que el tren lo llevaría de regreso a Campeche.
Con una botella de habanero Pavón ya encima, por casualidad oyó el primer pitido del tren que anunciaba su arribo a la estación de la villa, a un kilómetro de distancia. Salió apresuradamente de la cantina dejando una tercia de ases sobre la mesa. Llegó a su casa regañando a su mujer e hijos por el retraso y los obligó a cargar con maletas, cajas, bultos y demás pertenencias para alcanzar el ferrocarril, él por delante y sin cargar absolutamente nada. La gente se detenía a mirar el patético espectáculo de ver correr a los pequeños niños y a la mujer tratando de alcanzar un tren que se despidió a toda velocidad con otro pitazo cuando no habían avanzado ni 200 metros. Pero eso no rindió a Ermilo quien tenía la esperanza de alcanzar al convoy reprimiendo a su mujer y arengando a sus chiquillos quienes sudaban a chorros por el peso de las pertenencias, el calor de más de 40 grados y, sobre todo, por el miedo atroz de que su padre se desquitara más tarde a cinturonazos por su incapacidad para alcanzar los 40 kilómetros por hora, la velocidad del tren en plena marcha.
La miseria fue el único visitante que, llegado inmediatamente después de que Ermilo desposó a Rosalía Gamboa, se instaló por décadas en el hogar del matrimonio. Y es que cuando no hallaba trabajo que le mereciera, era víctima de “la mala suerte” pues era despedido a los pocos meses por sus patrones, no por los malos servicios sino por el fastidio que causaban los desplantes y las arrogancias del presuntuoso mecánico.
Cuando ya sumaba su octavo de los nueve hijos que procrearía y había regresado a Campeche, la suerte pareció dar un giro de 180 grados: un compañero de banca del Instituto Campechano arrasó con el tradicional chanchullo príista las elecciones y se acomodó a los pocos meses en la silla principal del gobierno del estado.
En cuanto supo que aquél estaba ya instalado, se puso sus mejores galas, un  roído pero pulcro pantalón de lino, su guayabera blanca adquirida en Mérida y su regio sombrero jipi comprado con los indios de Bécal, y se fue a ver a su amigo de la infancia con el evidente objetivo de pedirle favores.
Entró al Palacio de Gobierno sin cita, con desplantes de familiar cercano y ordenó al diligente secretario particular anunciar de inmediato su presencia al gobernante.
Manuel López Hernández, personalmente, salió de su despacho a recibir a su compañero de no pocas aventuras, el hijo mayor del famoso “Diablo” Cantarell.
–¡Diablo, Ermilo, amigo!, ¿a qué debemos el honor de tu visita?
–¿Qué pasó, cabrón Maistrín, que ya no te acuerdas de tus amigos?
El gobernante recién elegido lo invitó a pasar a su amplio despacho de techos altos, muebles de madera de roble, cuya dulce fragancia inundaba el ambiente y llamó la atención del mecánico por unos segundos, pues le recordó su infancia cuando vivía con su madre, doña Dolores Rodríguez. Era ese mismo aroma a mar que despedía el antiguo ropero que guardaba las pocas posesiones de la familia, y del que doña Lola sacaba a escondidas unos pocos centavos para que Ermilo fuera a la tienda de raya a comprar la cena del día para Felicia, Arsenio y Ramón, sus pequeños hermanos.
El Maestrín se sentó en su silla de gobernador, adornada con exquisitas chapas de maderas preciosas, cuya riqueza encendió la economía del estado en otros tiempos y despertaron la codicia de John Hawkins, Francis Drake, Henry Morgan, Laurent Graff, mejor conocido como “Lorencillo”, Diego el Mulato y Pie de Palo, entre otros famosos piratas del Caribe.
–¿No entiendo como un cabrón tan pendejo como tú puede estar sentado en esa silla? –señaló Ermilo con su comentario hiriente de siempre.
El Maistrín soltó una estruendosa carcajada, conocedor de los excesos de franqueza que caracterizaban a su amigo, desde que eran chamacos.
–Muy pendejo, muy pendejo, pero ya estoy sentado aquí donde muchos se matarían por estar sentados. Hasta tú, Caifás.
–¿Y qué?, ¿de qué me la vas a dar, aquí en el gobierno? –espetó el hijo del Diablo.
–Aquí en el gobierno tengo muchos compromisos con mucha gente, tú sabes. Pero tengo un amigo que tiene 10 camaroneros. Te voy a dar una carta para él. ¿Sigues persiguiendo a las putas de La Palestina, eh, cabrón?
–Pues mientras no sea de gato, todo está bien –exigió Ermilo.
Salió del despacho con una carta de recomendación en la mano derecha, partiendo plaza, inflado como un pejesapo, seguro de que en la compañía camaronera lo harían supervisor de mecánicos o maquinista en jefe, a cargo del correcto funcionamiento de los motores de la flota de barcos camaroneros.
Al día siguiente visitó al empresario y le habló de la gran amistad que le unía con el nuevo mandatario, le reveló dos indiscreciones vividas con éste –sin sospechar que hablaba con el primo de la esposa de aquél– y al llegar al punto que le interesaba se ofendió cuando el dueño de los barcos le dijo que el puesto que él quería estaba ocupado y que por tratarse del gobernador, podía embarcarse para hacerse cargo de la máquina del “Cozumel”.
Sin mediar más diálogo, Caifás se levantó de un salto, rojo de ira y le dijo al “mequetrefe” ese que traía una recomendación del propio gobernador y que si eso no era suficiente, entonces se metiera por el coño su trabajo, si no sabía con quién trataba, que él era el mejor mecánico de todo Campeche.
De ahí, echando maldiciones, se fue directito a la Casa de Gobierno, entró hasta el despacho sin anunciarse y sin que nadie se lo impidiera le aventó a la cara el papel de la recomendación al Maistrín, quien en ese momento estaba en acuerdo con su secretario de Agricultura y Recursos Hidráulicos. 
–¡Qué te crees que soy tu pendejo! Chinga tu madre. Tú y ese hijoeputa se van mucho a la chingada. No soy gato de nadie, ya te lo dije. Y ahí tienes tu pinche papel que, si lo uso, será sólo para limpiarme el culo.
Salió por donde entró sin atender las explicaciones de su amigo, que le pedía paciencia, que todo era cuestión de tiempo. Llegó a su casa a orilla de la playa de mal humor y se desquitó a gritos y golpes con su mujer, con el pretexto de que le había traído el chocolate caliente, en vez de tibio, como a él le gustaba.
Con 43 años recién cumplidos, se retiró y nunca más movió un dedo para trabajar o mantener a su familia. Cambió para siempre su caja de herramientas por un altero de pasquines llenos de crucigramas por resolver y un matamoscas de plástico que renovaba de tiempo en tiempo; también se descalzó para rascarse los pies a gusto y cuando se le hinchara la gana. Construyó entonces su propio despacho en el sillón grande y se dispuso a disparar sin piedad los efluvios gaseosos que producía su defectuosa digestión de borracho empedernido y flojo consumado, mientras ordenaba sus chanclas a Miriam, sus medicinas para los ojos a Milton, su toalla a Marianela y su cerveza casi congelada a Marvicho.
A partir de ese día inauguró su calidad de metiche profesional, vertiendo empecinadamente su opinión en las pláticas ajenas que capturaba su fino oído de afinador, monólogos que siempre desembocaban en sus heroicidades como mecánico en la selva de Campeche. Comenzó a dictar sus consejos de sabio a quienes llegaban a su casa para pedir prestado un trozo de canela o la cola de cochino para cocinar frijoles, en tanto disparaba a todo vapor un concierto de flatulencias, sin importar la investidura real, presidencial, militar, ministerial, política, empresarial, académica, profesional, comercial, ejecutiva o sexual del visitante.
Para mantener la casa y mitigar el hambre, Rosalía se dedicó a comprar medias al mayoreo, las cuales revendía de casa en casa con sus amistades. Mevelín y Manuel, dos de los hermanos más grandes, fueron instruidos en el arte de la pesca, en especial de pulpos mediante largas varas que introducían entre las oquedades formadas por el mar en su constante vaivén de cientos de años o debajo de los grandes pedregones del malecón del puerto. De esta forma, se cocinaban no sólo los babosos pero sabrosos moluscos, sino de vez en cuando un pargo, una cherna y hasta un esmedregal cogido con la suerte del anzuelo de los vástagos.
Los hijos más pequeños desempeñaban otras tareas: Miriam se iba temprano al parque de la Catedral a bolear los zapatos de los marinos que recalaban por ahí, mientras Milton y Marianela se ofrecían como peoncitos en las quintas del barrio de Santa Ana para bajar la fruta de los árboles rebosantes de mangos, guaya, aguacates, ciruelas y caimitos. En las tardes, corrían con sus pies descalzos a la escuela a aprender los pormenores de la suma, la resta, la multiplicación y las conjugaciones verbales.
Una tarde en que el viento del norte golpeaba fuerte, el cansancio y la falta de alimento suficiente rindió sobre la banca a Marianela, en mitad de la clase. Su maestra, una viuda de no más de 40 años y lentes espesos que le deformaban los ojos, enseñaba a leer a sus alumnos con disciplina de sargento provista del Silabario de San Miguel, haciéndolos aprender a fuerza de repetir letras y sílabas hasta el cansancio.
–Pe a pa, pe e pe, pe i pi, pe o po, pe u pu; eme a ma, eme e me, eme i mi, eme o mo, eme u mu–, cantaban los infantes siguiendo las instrucciones de la dura profesora.
Marianela fue sacada de su inmersión en las profundidades de Playa Bonita donde conversaba con sirenas y montaba caballitos de mar en carreras de “El último es vieja”, mediante dos cachetadones bien asestados, al tiempo que era levantada de su banca y arrastrada por una descomunal fuerza, asida de su pequeña oreja, a un lado del pizarrón. Un grueso y tibio hilo de sudor que le bajaba desde la oreja por el cuello terminó por despejarla de su letargo, se lo secó con el dorso de la mano y se desvaneció de nuevo por el susto al ver que el pegajoso fluido que le escurría no era sudor sino su sangre, ante el pavor de dos de sus sobrinitos llegados desde la ciudad de México, invitados a la clase y que llenaban trabajosamente una plana de bolitas y palitos.
Y ese no fue su único terror de la tarde, pues devueltos de improviso y a toda prisa a la casa de la playa, Quilón y Lisón se encontraron con el energúmeno de su abuelo, quien dictó los sucesos de acuerdo con su sabía deducción y llegó a la conclusión de que ellos habían sido los provocadores de la incontinente ira de la profesora.
–¡Estos hijoeputas molestaron a la maestra con sus gritos y peleas, además tanto chamaco saca de quicio a cualquiera!
Rosalía tuvo que llevar a su hija con el doctor McGregor para que le pusiera algunas puntadas y curar el desprendimiento de la oreja. Si los nueve hijos contantes y sonantes lo ponían de mal humor, la repentina llegada de dos nietos y una tercera que venía en camino desesperaban al viejo, sobre todo porque éstos no le guardaban la sumisión de los hijos, ni le hacían caso cuando les gritaba que se callaran el hocico en sus disputas mañaneras, cesaran de utilizar la hamaca como columpio en las cálidas tardes o apagaran sus interminables lloriqueos que no le dejaban dormir durante la noche. Cuando éstos aparecían cerca de su sillón, los alejaba sin miramientos, empuñando su matamoscas como aparato disuasivo.
–¡Sáquense de aquí, perros, váyanse para el patio, hijoeputas!
Y se salían al inmenso patio, donde la abuela tenía una pequeña granja de dos patos, tres gallinas, un gallo, dos pavas y un guajolote que era el mandamás del terreno y cuya única ocupación era pisar a las señoras del lugar, sin importar género o especie.
Pero si con los niños era despiadado, con las niñas era un pederasta aprovechado. Federico, sobrino de doña Rosalía, chofer de camiones de carga, también borracho y parrandero, se quedó dormido en las cumbres de la selva de Los Tuxtlas con un Torton repletó de sacos de arroz y desbarrancó a la mitad de la noche. Para solucionar la emergencia personal de andar a salto de mata evadiendo la justicia, repartió con distintas familias a sus cuatro hijos. Una de ellas, de apenas 11 años, quedó encargada por algunos meses en la casa de la playa. Todos depositaron gran parte de su carga en la niña quien se volvió la encargada a partir de entonces de barrer, sacudir el polvo, recoger las hamacas, lavar los trastes, tender la ropa, ir  a los mandados, y la ocasión para que Ermilo cometiera atrocidades a escondidas. En los descuidos de doña Rosalía, entraba en la cocina a manosear a la niña, metiéndole la mano por debajo de la falda y pegársele como macho en celo, sin que nadie se atreviera nunca, por omisión o por puro miedo, a ponerle un alto.
Como defensa, la niña corría al patio y junto con sus primos se desquitaba a su manera de las agresiones. Del cajón de su tío Mevelín hurtaron una media decena de dardos y se divertían organizando torneos relámpago de puntería para acertarle en el ano al guajolote, en quien veían encarnar al tiránico abuelo. Luego construyeron una poderosa resortera y entonces el reto era atinarle al moco del pavo cuando el ave ponía en marcha sus desplantes de jefe macho de la quinta y se inflaba para mostrar sus plumas a las hembras, como cuando Ermilo presumía sus danzones y se le repegaba a su joven nuera, la mamá de los niños, so pretexto de que se bailaba bien apretado.
El guajolote corría despavorido bajo el intenso bombardeo de semillas del árbol de guaya y los picudos misiles teledirigidos; entonces dejó de pisar a las damas de su reino por el temor de ser asaltado en pleno acto, y se refugió en las cajas de madera del fondo del terreno.
Una mañana el horrible guajolote amaneció con el ojo colgándole del orificio ocular, incapaz de moverse por sí solo, sentado en una tabla que desde entonces también convirtió en su despacho hasta el último de sus días, cuando fue depositado en el bote de basura, pues a todos les dio un asco incontenible comerse al ave tuerta, a pesar de que el hambre seguía siendo la invitada cotidiana de la casa de San Román, a orilla de la playa.

Ulises L. Cantarell

lunes, 15 de noviembre de 2010

música para los deportes

Música para el deporte, energía y movimiento (Music for sports, power and motion, su título en inglés) es una de las últimas adquisiciones que hemos logrado del grupo alemán Tangerine Dream y es, al mismo tiempo, compañero de otro título similar llamado, Music for Sports, cool races.
Este par de propuestas, inspiradas en los deportes de gran demanda aeróbica, incluyen una variedad de temas agradables, movidos y estimulamtes para quienes, por ejemplo, suelen salir a correr mientras ecuchan su ipod, o quienes realizan rutinas bajo techo, incluidas las nuevas opciones basadas en consolas de videojuegos.
En estos discos, se inlcuyen ya algunas viejas conocidas de otros títulos como es el caso del tema Optical race, del disco del mismo nombre (1988)y Marakesh, también del mismo álbum.
En conjunto, los dos Cd´s muestran la misma solvencia que suelen ofrecer los integrantes del grupo dirigido por Edgar Froese y llenan de vitalidad a quienes los escuchan, sin que ello signifique lanzarse a la calle a devorar kilómetros cuando no está esa actividad dentro de las costumbres del escucha.
Si bien, ambos discos serán my bien apreciados por sus fanáticos, entre los cuales nos encontramos, pueden ser una agradable sorpresa para los practicantes de deportes al aire libre y que acostumbran acompañar sus recorridos con música.
Por otra parte, este no es, a nuestro entender, un trabajo pensado para las reuniones de música electrónica, y sí está mucho más cerca al tradicional sonido de Tangerine Dream.
Confiamos en que, si usted es asiduo escucha de este tipo de música, se lleve una grata experiencia y si, por el contrario busca un buen pretexto para acercarse a aquella bella chica que comparte el correr con usted y no lo pela, aquí hay un buen pretexto para acercarse y hacerle la plática, seguramente ella quedará más que encantada.

Music For sports, Power and motion.
Tangerine Dream (2009)
1.- Daluminacion
2.- Sahara child
3.- Russian soul
4.- Siberian lights
5.- Daughters of time
6.- Gleeful poets crying softly
7.- Sadness of echnation losing the world child
8.- Boat to China
9.- Huckebee´s dream
10.-Rut to Vegas.

Music for sports, cool races
Tangerine Dream (2009)
1.- Talking to maddox
2.- Ca va -ca marche- ca ira encore
3.- The last goal
4.- Optical race
5.- The first curve
6.- Marakesh
7.- A world away from Gagaland
8.- Thunderheads
9.- Down to Barstow
10.-Heatwave city
11.-Road to Odessa

lunes, 8 de noviembre de 2010

La reina roja de Palenque

Desde la adolescencia tuvimos una enorme debilidad por aquellos temas científicos que iban desde el comportamiento animal hasta el funcionamiento del universo. En cambio, el interés por el pasado de la humanidad fue impreso desde pequeño por nuestros padres y que derivaría en el ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), para estudiar la carrera de Historia. Por otro lado, el interés por la ciencia nos guiaría de muy extrañas maneras a convertirnos en divulgadores de la ciencia y la tecnología en el CONACyT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología) y luego en la iniciativa privada.
¿Por qué de todo esto? Pues porque creemos que una vez que  National Geographic y Discovery Channel cayeron en el juego del raiting, la ciencia y la tecnología se fugaron de lo que ellos entienden por divulgar el conocimiento, pecado que esperamos les pese en la conciencia.
Así, hoy somos testigos de una programación lamentable, llena de estupideces, de absurdos, superficialidades y de una falta de rigurosidad que raya en la oligofrenia. Tan sólo revise la programación de cualquier día y seguramente encontrará un 99% de basura y, si tiene suerte, el resto de temas que valen la pena.
Sin embargo, hace unas semanas, platicando con uno de nuestros mejores amigos, el doctor Alberto Soberanis, sobre un viaje al sureste que habíamos realizado, apuntó la existencia de un documental de Discovery Channel, titulado: Reina Roja, un misterio maya.
La verdad es que no se nos antojaba nada, pero nada, echarle una mirada a ese material, pues ya habíamos tenido una pésima experiencia con otro video de National Geographic, llamado: El reino perdido maya, mismo que, hay que decir en su descargo, tenía unas excelentes tomas, pero lleno de estupideces y lugares comunes, digno producto de consumo para la mass media estadounidense.
Pero la curiosidad es canija y masoquista, así que conseguimos el video y enorme sorpresa nos llevamos al disfrutar un excelente trabajo de investigación, con la participación de connotados investigadores, entre los que destacan el gran epigrafista David Stuart (del cual estamos leyendo un trabajo denominado: Comentarios a las inscripciones del templo XIX de Palenque); Fanny López, quien descubriera la tumba de nuestro personaje; Vera Tiesler, de la Universidad de Yucatán, quien finalmente develaría la identidad de la enigmática reina roja y; un grupo de historiadores, paleontólogos y demás investigadores que le dan solidez a este trabajo visual.
¿Pero, quien es la reina roja? Pues la reina roja, llamada así porque al ser enterrada fue cubierta totalmente por cinabrio, un pigmento de color rojo, asociado al inframundo maya, y cuya importancia es casi tan grande como la de Pakal, señor de Palenque y que fue sepultado en el famoso Templo de las Inscripciones.
La riqueza de las ofrendas y los numerosos registros de esta mujer en las diferentes inscripciones en la ciudad, llevaron a los investigadores a plantearse la cuestión de quién podría ser esa poderosa mujer que aparece cerca del gran Pakal y sus descendientes.
Al principio se pensó que bien podría ser su madre (Sak K´uk, Señora Quetzal Blanco), incluso un antepasado común (Yohl ik´ Nal Chiik) y, por último, la esposa de este poderoso gobernante (Tzac Bu Ahau, Señora de la sucesión),  sin embargo, los estudios genéticos realizados a los huesos han arrojado luz para poder afirmar categóricamente que se trata de la esposa de este poderoso señor y madre de dos reyes más. Cabe aclarar que esta afirmación no es definitiva pues si bien los restos de la reina roja indican que no existe ningún parentesco entre Pakal y ella, aún se tiene la esperanza de que puedan localizarse los restos de los dos señores posteriores a Pakal y herederos de ambos, con lo que podría confirmarse el parentesco entre todos ellos.
Esta es una historia fascinante que no le pide nada a otros descubrimientos alrededor del mundo, así que si quiere saber cómo se ha desarrollado esta Odisea científica, le recomendamos leer el libro: La reina Roja, el secreto de los mayas de Palenque, escrito por la colega Adriana Malvido, reportera del diario La Jornada y que hace una amena y emocionante reseña del descubrimiento y sus posteriores vicisitudes.
Adicionalmente, y aunque no está permitido entrar al templo, cuando vaya a Palenque, recuerde que la estructura que albergaba los restos de esta importantísima mujer están entre el impresionante Templo de las inscripciones (contenedor de la tumba de Pakal), y el templo de la calavera, llamado así por la calavera de estuco que aparece en la parte superior izquierda del mismo.

Reina roja, un misterio maya , Bettina Hattami, Discovery Networks Latin America Iberia, 2007, 90 minutos, DVD.
Malvido Adriana, La reina roja, el secreto de los mayas en Palenque, 2da. edición, Ramdom House Mondadori, México, 2006, 278 p.  

Sobre la arqueología de la violencia

Ya en un texto anterior habíamos hecho referencia a uno de los antropólogos, a nuestro entender, más influyentes del pasado siglo. Nos referimos, obviamente al querido y malogrado Pierre Clastres.
Este antropólogo, de corte anarquista, ha sido quizás el especialista más incómodo para la antropología tradicional, encabezada por Claude Lévi-Strauss y a quién en este texto, para variar, lo deja muy mal parado y no hablemos siquiera de  los antropólogos marxistas los cuales no merecen apenas unos cuantos párrafos lapidatorios.
El texto que hoy nos ocupa, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, es un pequeño trabajo que aborda el papel de la guerra en las sociedades primitivas.
La primera parte del texto, incluye una rápida visión de cómo han visto los diferentes viajeros y especialistas a este tipo de sociedades, desde el descubrimiento de América hasta la actualidad. Si bien, Clastres centra su análisis en las visiones de Thomas Hobbes y Claude Lévi-Strauss, no deja títere con cabeza desde los primeros exploradores y sus ideas sobre el buen salvaje o el Ser para la guerra,  hasta las percepciones actuales, muchas de las cuales han sido concebidas en la comodidad del gabinete.
La segunda parte, se enfoca ya en la propuesta de este investigador que tomara, como base de sus estudios, a la etnia de los Yanomani, habitantes del Amazonas venezolano y con los cuales viviera durante un largo periodo, estudiando a este grupo, considerado el más primitivo del planeta.
En primer lugar, dice Clastres, hay que asumir que las sociedades primitivas, es decir las sociedades sin división de clases y basadas en las unidades familiares, son sociedades de la abundancia y, por ende, sociedades del ocio, lo que significa que son sociedades autosuficientes que desconocen la acumulación de cualquier tipo de excedentes y riqueza y que, si bien existe la figura del jefe, éste no tiene más poder que el ser solamente el portavoz de la comunidad.
En segundo lugar, estas sociedades viven y buscan mantener la unidad como grupo, la libertad del mismo y la dispersión en el terreno físico donde habita, de tal manera que conceptos como el intercambio, es un mal necesario, aun cuando se trate del intercambio de mujeres (pues recuérdese que en estas sociedades el incesto es uno de los tabús más importantes), así como el de ver al vecino, como el otro, el extraño y, en última instancia, como el enemigo, a menos que se le considere digno de convertirse en un aliado coyuntural.
Y es aquí que, para poder mantener este equilibrio, es necesaria la guerra, y no hablamos de una guerra de conquista, que daría lugar a la primera opresión al existir un vencedor y un vencido, sino como una forma de garantizar la dispersión y la independencia de cada una de estas comunidades. De tal manera que el salvaje vive en un estado permanente de alerta guerrera. Dice Clastres: “la guerra no es efecto de la fragmentación, sino que la fragmentación es efecto de la guerra. Y no sólo su efecto, sino su finalidad.  La guerra es a un tiempo causa y medio de un efecto y una finalidad buscados: la fragmentación de la sociedad primitiva. En su ser, la sociedad primitiva quiere la dispersión.”
Por ello, la comunidad se asume como tal, cuando sólo se inscribe en ella el grupo local, lo demás, lo que se encuentra más allá de su territorio, es lo extraño y cuando mucho un aliado que puede estar cerca ya sea a través del intercambio y/o del parentesco.
¿Qué importancia tiene todo esto? Simple. ¿Cómo podemos entender el proceso de complejidad de la humanidad y sus culturas, si no podemos explicar cuáles eran las características originales de la humanidad, y de cómo fue que éste paraíso se perdió definitivamente cuando el poder apareció y fue detentado por unos pocos sobre otros muchos?
Clastres, Pierre, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, 2da. Edición, FCE, Argentina, 2009, 79 p. Colección popular 646. Trad. Luciano Padilla López.

El duelo o una cuestión de honor

Siempre hemos sentido una enorme debilidad por los escritores de la segunda  mitad del siglos XIX y principios del XX. Así, hemos devorado la obra de Alejandro Dumás, Julio Verne, Walter Scott, Eca de Queiros, Machado de Asís, Hans Christian Andersen, Manuel Altamirano, Manuel Altamirano, Jack London, Antón Chejov, Víctor Hugo y Rudyard Kipling,  por sólo nombrar algunos. Si bien todos ellos son de nuestros preferidos, El señor Joseph Conrad (1857-1924).
Para quienes no ubican a este escritor Polaco, pero que produjo toda su obra en inglés, permítannos enumerar algunas de sus más conocidas obras: Ahí, está Tifón, El corazón de las tinieblas (que diera la base para el argumento de la película Apocalipsis now, de Francis Ford Coppola) y quizás su novela más conocida: La locura de Almayer. Si bien se le suele ubicar como uno de los precursores del modernismo literario, Conrad se encuentra con un pie en el romanticismo y otro en el modernismo.
Todas sus obras mantienen una preocupación obsesiva por las pasiones humanas y cómo estas llevan a la destrucción de sus personajes. Además, este escritor mantiene al mar  y sus hombres como una constante que tiene su origen en sus experiencias como marino de  diferentes flotas inglesas.
Así las cosas, ahora nos ocupamos de un relato que originalmente se incluyó dentro de una colección conocida como “seis relatos”,  bajo el título de “El duelo” publicado por primera vez en Inglaterra.  En la edición que hoy nos ocupa, aunque está basada en la primera edición estadounidense, toma el título alternativo de “Una cuestión de honor, una historia militar”.
Ubicada en el periodo de las guerras napoleónicas, el tema de este relato es, sin duda, los alcances de la estupidez humana, tema muy socorrido por el autor, encarnado en la persona de el teniente Feraud y que arrastra con él al ecuánime teniente D´Hubert hasta sus últimas consecuencias.
Es importante resaltar que una característica del estilo de Conrad, es que se presta a una fácil lectura y deleite de cada una de las escenas de sus obras.
De esta manera, el autor nos llama la atención sobre cómo en una situación sin mayor importancia, la humanidad es capaz, por diferentes causas, de llegar  hasta la locura más absurda y, como somos capaces de prolongar este estado hasta la muerte.
Por ello, a lo largo del texto, el lector puede atisbar un sinnúmero de oportunidades que pudieron dar fin una situación insostenible que, sin embargo, Feraud se encarga, sistemáticamente de echar por tierra, en un desvarío inexplicable.
Sea pues, este pequeño texto, una invitación a asomarse a uno de los más importantes escritores de la historia. Baste sólo añadir que este pequeño relato, fue admirado por autores de la talla de Franz Kafka, Samuel Beckett y Philip Roth. ¿vale?
Conrad, Joseph, Una cuestión de honor, una historia militar, editorial El olivo azul, España, 2009, 109 p. Colección Narrativas del Olivo Azul. Traducción de Eric Jalain.

viernes, 22 de octubre de 2010

20 preceptos filosóficos del karate-Do, Niju Kun

Como ustedes saben, durante muchos años hemos practicado una buena cantidad de deportes, principalmente aquellos donde hay un fuerte contacto. De ahí que las artes marciales sean una de nuestras debilidades con la esperanza de dominar perfectamente alguna de estas artes orientales.
Estos preceptos,desarrollados y aplicados por el profesor Gichin Funakoshi, contienen una sabiduría tal, que pueden ser aplicados a todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Seguirlos al pie de la letra nos hará mejores y capaces de enfrentar cualquier evento lo mejor posible.

1. En el Karate se comienza con un saludo y se termina con otro saludo (REI saludo de cortesía).
2. En el Karate no existe actitud de ofensiva.
3. El Karate ayuda a hacer justicia.
4. Primero conócete a tí mismo y después a los demás.
5. El espíritu es primero y después la técnica.
6. Prepárate para liberar tu mente.
7. El infortunio nace de la negligencia.
8. No pienses que el Karate se aprende únicamente en el Dojo.
9. La práctica de Karate es para toda la vida.
10. Haz todo similar al Karate.
11. El Karate es como el agua que hierve. Si no lo calientas constantemente, éste se volverá a enfriar.
12. No pienses que tienes que ganar, piensa en no perder.
13. La victoria depende de tu habilidad para encontrar puntos vulnerables en lo invulnerable.
14. Muévete de acuerdo a tu oponente.
15. Piensa que los brazos y las piernas de tu oponente son como espadas afiladas.
16. Cuando franqueas el umbral de tu casa, piensa que millones de enemigos te esperan (es tu comportamiento el que te invita a tener problemas con ellos).
17. El principiante necesita de KAMAE, después debe buscar SHIZENTAL.
18. Practicar la Kata es una cosa y combatir en un enfrentamiento real es otra.
19. No olvides la intensidad alta y baja de la energía; extensión y retracción del cuerpo; el ritmo alto y bajo de la técnica.
20. Siempre intenta estudiar y expresarlo mejor

miércoles, 13 de octubre de 2010

Batallas en la República de Brasil

A veces, uno ve las cosas de una manera terrible y no se explica cómo fue que pudo sobrevivir a ellas.Sin embargo, si pudieramos conocer cómo las ven las personas que nos rodean y cuál es su punto de vista, tal vez los fardos que llevamos a cuestas serían más ligeros.
Ah, el siguiente relato es, en términos generales, verídico con un pequeño toque muy particular del autor, testigo presencial de esta historia. ¡Que la disfruten!


Batallas en la República de Brasil
A mi hermano Mayor, cuya valiente solidaridad ocasionó algunas narices rotas. 

Montañas y montañas de basura se apilaban tras una barda alta, gris, de tres kilómetros de largo, al final de la colonia. Más allá de esa muralla era tierra de nadie, donde las disputas acababan a cuchilladas y sus habitantes olían permanentemente a ese agridulce y nauseabundo perfume que emana de los desechos orgánicos en descomposición.
Uno sabía que la muerte rondaba por esos lugares porque negros zopilotes se lo hacían saber. Las aves negras aparecían de vez en vez con sus vuelos altos y circundantes sobre el cielo azul, hasta bajar al nivel del terreno, y con eso anunciaban lo mismo un perro muerto, o un cristiano recién destazado cuyos restos nadie encontraría jamás.
Los niños provenientes de esos basureros imponían su ley en nuestra escuela primaria República de Brasil, de Santa Cruz Meyehualco. Una vez la maestra de tercero, Rosalía, nos llevó a la deportiva de enfrente. Ahí mismo, retó a un duelo de trompo a un vaguito de atrás de esa barda divisoria de un mundo sombrío de este otro.
Con una vara, pintaron un gran círculo y arrojaron unas monedas al piso. La profesora lanzó el trompo de madera con fuerza inusitada, el cual zumbó al caer en la tierra. Con su cuerpo de norteña, grandota y frondosa, se empinó y enrolló la punta de clavo e hizo saltar el trompo unos dos metros, lo recibió con maestría en la palma de su mano, y lo echó contra las monedas de a peso las cuales salieron dando brincos fuera del círculo. Repitió dos veces más la faena y no dejó sino una de ellas, sacada por el otro amigo, para salvarse apenas de una estrepitosa derrota.
Nos fuimos todos festejando a la maestra hacia las canchas de básquetbol, a correr y saltar botando la pelota felices por el triunfo de nuestra inesperada heroína. En eso estábamos cuando escuchamos un rechinido de llantas, seguido de un golpe seco y un grito ahogado proveniente de la calle Genaro Estrada, la cual separaba la Santa Cruz de la Jacarandas. Corrimos hacia las rejas de la deportiva y vimos a un señor de unos 60 años tendido en el piso de la calle, de escasa cabellera y zapatos cafés. Me pareció ver en esa persona a un viejito alto, canoso, que solía llevar a una de mis compañeras de salón. Era una niña de facciones finas, güerita, callada y menudita que me gustaba.
La maestra nos arrastró con sus gritos hacia la escuela, pero no faltaron los niños que aprovecharon hasta el último momento a ver el cuerpo yaciente, recién tapado con una sábana blanca, en medio de un gran charco de sangre, cuando aparecieron los primeros zopilotes en su vuelo paciente y expectante.
Esa noche no pude dormir, menos la siguiente cuando la niña del viejo de los zapatos cafés dejó de ir como una semana completa a la escuela y, cuando regresó, sus ojos antes centellantes, se habían apagado.
Para colmo, una tarde nublada el viento soplaba fuerte y traía un denso terregal de los secos llanos del Vaso de Texcoco. Mientras hacíamos la tarea, oímos los acordes tristes y melancólicos tocados por una banda de pueblo a lo lejos. Nos asomamos a la ventana de nuestro cuarto y vimos en la esquina a una media centena de personas pasar, casi todos cargaban flores de cempasúchil, mientras los hombres cabizbajos traían en las manos sus sombreros en señal de respeto. La razón venía al final de la comitiva: unos señores llevaban en andas un ataúd blanco y pequeño, adornado con flores. Aquiles preguntó a mi abuela Rosalía por qué era blanco y nos dijo que se había ido un angelito; era un niño.
Veía esa caravana paralizado, muerto de miedo. Esa imagen me persiguió en mis peores pesadillas. Me enteré de un porrazo que no sólo los viejos se morían, sino que los niños tampoco son eternos y que también uno se pueden morir en cualquier chico rato, y yo era tan mortal como cualquiera.
Las noches a partir de entonces fueron otra cosa. Si nos daba el insomnio por andar en campaña de guerra de almohadazos, a la media noche éramos invadidos por el pánico al escuchar unos largos silbidos los cuales silenciaban como por arte de magia nuestro intenso relajo y nos hacían escondernos bajo el cobijo de las mantas, con los ojitos apenas asomados. No imaginábamos siquiera la verdad: se trataba del silbato de los veladores montados en sus bicicletas, quienes así avisaban a los desvelados el estatus de calma y sereno reinante en las solitarias calles.
Para propinarnos una estocada de terror, entornando los ojos y abriendo su boca para dejar ver sus tremendos dientotes, la tía Lupe nos dijo que por nada del mundo nos asomáramos a la ventana, ya que esos macabros silbidos eran de La Llorona, la cual buscaba sus hijos muertos, y si un niño se asomaba y era visto por la señora, se lo llevaba como si fuera uno de los suyos.
Jamás nos atrevimos asomarnos. Nuestra curiosidad era mucho menos poderosa que el pavor provocado por los silbatos de los vigilantes, pasando a unos cuantos metros de nuestra ventana. Yo imaginaba a la señora vestida de blanco, con su cara de calaca y sus manos huesudas y largas, recorriendo la avenida con sus pies de cabra.
Esto le conté a un amigo de la escuela: La Llorona atravesaba la Calle 63 todas las noches. Se me quedó viendo con extrañeza.
–No seas pendejo –dijo sonriendo.
Un día lo invité a comer, justo el día en que mi mamá cambió la cerradura de la casa. Mientras estaba lista la comida, por la ventana nos enseñó a mi hermana Ilíada y a mí una cantaleta armonizada con el estribillo de una canción de chinelos dedicada a unos huaraches y la cual, según nos aseguró, era el más efectivo contrahechizo para repeler una mentada:
La ma la ma la ma,
la máquina de coser,
la tu la tu la tu
la tuve que componer.
Chinga tu madre me dijo un enano,
chinga la tuya y estamos a mano.
Nos pareció genial, la adoptamos y la repetimos con cualquier pretexto hasta el regaño. Mi amigo comió, y pidió más y más y más comida hasta que no había. Misteriosamente los tornillos de la cerradura habían desaparecido cuando el cerrajero se presentó a terminar el trabajo. Se nos hizo extraño y culpamos a mi amigo, a pesar de pasarlo a la báscula infructuosamente.
No volvimos a hablarnos hasta un día a la salida, cuando vino hacia mí y me dijo que Aquiles se peleaba a unos metros de la escuela. Corrí junto con él dispuesto a partirle la madre al otro güey, pero al llegar a la madriza me quedé paralizado: mi hermano contendía nada menos que con El Jeringas, el vago más vago de los basureros, el madreador más connotado de la escuela y a quien todos veíamos con respeto y hasta con temor, porque su aspecto era temible: pelón, fornido, chaparrón y de espaldas anchas,
Era el tipo más terrible de la República de Brasil y era famoso pues había reprobado no menos de dos años en los primeros tres de la primaria. Acostumbrado a los pleitos a muerte de los basureros, desafiaba a los grandulones. En una ocasión lo vimos tranquearse con uno de los más sabrosos de sexto, 10 centímetros más alto, que se le puso enfrente, y contra las apuestas, acabó rápidamente con su contrincante. Era el típico fajador. Con sus brazos de cargador, tundía a mazazos a sus rivales gracias a su fuerza descomunal o porque no dejaba de tirar golpes a diestra y siniestra. En la escuela corría el rumor sin confirmar de que había golpeado a un maestro por haberlo reprobado de año.
Pero Aquiles no se amilanó y El Jeringas no tuvo una mañana fácil ese día del mes de abril como otras veces, cuando dejaba tirados y medio muertos a sus rivales al son de sus poderosos cates. Mi hermano le entró al intercambio de golpes, con sus patadas voladoras de karateca sin serlo y sin miedo ninguno. Al Jeringas pareció sorprenderle que ese pequeño niño lo asaltará con ágiles movimientos y golpes a la barriga asestados con rodillas y piernas, y algunos con las manos. A pesar de ser el más chaparrito de su clase y su menuda figura, Aquiles era valiente, rápido y sus golpes eran fuertes, no obstante su frágil apariencia. Los mandarriazos del Jeringas se veían extrañamente lentos en esta contienda, y sus mejores leñazos pasaron rozando apenas la cara del Quilón.
La pelea iba pareja hasta que apareció su maestra Lupita, una morena delgada de muy buen ver, quien sin misericordia jaló de las orejas a El Jeringas para llevarlo directito a la Dirección, y prometió sería una de sus últimas andanzas de su segura expulsión.
Toda la bola de curiosos se fue siguiendo a El Jeringas en su camino al paredón y nadie pareció reparar en el contrincante del torvo peleador. Y entonces nos quedamos solos y nos fuimos despacito a la casa, con los amigos más cercanos en torno nuestro. Yo estaba con la garganta cerrada, casi a punto de llorar, por la emoción de ver a mi hermano salir indemne de una disputa donde le veía como seguro perdedor.
Pero no, Aquiles no tenia huellas de la riña, si acaso uno que otro rozón. A partir de entonces se ganó el respeto de todos los de su salón, quienes lo felicitaban por su empate de visitante el cual tuvo sabor a triunfo en cancha ajena. El Jeringas, sin más, lo hizo su amigo. Incluso le corrió la deferencia de invitarlo a ir en busca de víctimas de menor envergadura, sólo pa darle gusto al gusto, y ensanchar su fama bien ganada de desmadroso y madreador.
Ulises L. Cantarell