No solemos ser muy tolerantes con los escritores que no conocemos a menos que éste sea referido por algún amigo o conocido que consideremos una trucha en alguno de los géneros literarios actuales. Más aún, Dios nos libre de caer en la tentación de hacerle caso a aquellos que realizan reseñas al vapor de tal o cual título, pues generalmente sus recomendaciones están basadas por el peso del paquete de la editorial para la cual realizan dichos trabajos.
Sin embargo en esta ocasión debemos de agradecer enormemente a nuestro librero (si, así es, tenemos el privilegio de contar con la amistad de un librero que lucha a brazo partido contra la ignorancia, desde su Parnaso en las salitreras tierras de Ecatepec) quien fue el que nos recomendó leer el título en cuestión y que fuera Premio Alfaguara de novela 2010 (otra razón para desconfiar del texto).
Pero en fin, decidimos probar y nos llevamos una sorpresa mayúscula al enfrentarnos ante un escrito hecho con una claridad y ligereza de prosa que se convirtió en un deleite, demasiado pequeño para nuestro gusto, en la pluma de un chileno que en adelante seguiremos muy de cerca.
De esta manera, el título: “El arte de la resurrección”, de Hernán Rivera Letelier, nos transporta al desierto chileno, tierra seca y poseedora de una enorme riqueza salitrera que históricamente benefició durante muchísimos años a un puñado de personas, muchas de las veces extranjeras y que sumieron en una de las pobrezas más terribles a los campesinos chilenos que se embarcaban en ese infierno como la última oportunidad de sobrevivir. Tan sólo baste recordar la gigantesca injusticia y la cruel matanza perpetrada contar el obrero salitrero el 21 de Diciembre de 1907, cuando fueron asesinados un número indeterminado de trabajadores del salitre y sus familias (se calculan entre 2,200 y 3,500 personas, entre trabajadores, mujeres, niños y ancianos) que, tras una larga huelga general habían ido a negociar con las autoridades chilenas en la escuela “Domingo Santa María”, en el puerto de Iquique y que fueron masacrados por orden del entonces presidente chileno, Pedro Mont. Para quen esté interesado, hay una cantata escrita y tocada por el grupo chileno Quilapayun, que narra esta terrible historia.
Así, nuestro personaje, Domingo Zárate Vega, mejor conocido como el Cristo de Elqui, que desde pequeño mostró dotes proféticos a través de visiones y sueños, descubre pasado el tiempo, que él es nada menos que la reencarnación de Jesucristo.
Con una visión muy particular de su papel, el Cristo de Elqui, viaja a través de aquel largo país llevando la palabra del Señor y reclutando discípulos temporales que tarde o temprano terminan por abandonarlo al no soportar su voto de pobreza. De esta manera las venturas y desventuras de este peregrino parecieran no tener mucho sentido hasta que escucha de la existencia de una mujer santa, llamada Magalena Mercado, que bien podría ser su propia seguidora tal como lo fue la otra Magdalena, esta si con “d”, de hace poco más de 2000 años.
Lo que no espera nuestro personaje es que ésta mujer tiene sus muy particulares ideas sobre la santidad.
Sin contar más de esta historia, les puedo garantizar que disfrutarán espléndidamente de este volumen que les hará reflexionar sobre los paralelismos entre este Cristo chileno y el galileo, guardando obviamente, la enorme distancia que los separa.
Para concluir no queremos terminar éste texto sin dejarlos disfrutar de dos joyas de la pluma de Rivera Letelier en boca de su creación.
-“Buen remedio es para la soberbia del hombre volver la cabeza de vez en cuando y contemplar su propia mierda”. El Cristo del Elqui.
-descalza, cubierta sólo con una de sus batas transparentes, Magalena Mercado llegó a sentarse a su lado en silencio. Luego de observarlo un buen rato sin abrir la boca, le preguntó solícita:
-¿Le duele la cabeza maestro?
El Cristo de Elqui, con sus manos siempre aferradas a las sienes, sin dejar de mirar el firmamento, le reveló solemne:
-Me duele el universo.
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