miércoles, 13 de octubre de 2010

Batallas en la República de Brasil

A veces, uno ve las cosas de una manera terrible y no se explica cómo fue que pudo sobrevivir a ellas.Sin embargo, si pudieramos conocer cómo las ven las personas que nos rodean y cuál es su punto de vista, tal vez los fardos que llevamos a cuestas serían más ligeros.
Ah, el siguiente relato es, en términos generales, verídico con un pequeño toque muy particular del autor, testigo presencial de esta historia. ¡Que la disfruten!


Batallas en la República de Brasil
A mi hermano Mayor, cuya valiente solidaridad ocasionó algunas narices rotas. 

Montañas y montañas de basura se apilaban tras una barda alta, gris, de tres kilómetros de largo, al final de la colonia. Más allá de esa muralla era tierra de nadie, donde las disputas acababan a cuchilladas y sus habitantes olían permanentemente a ese agridulce y nauseabundo perfume que emana de los desechos orgánicos en descomposición.
Uno sabía que la muerte rondaba por esos lugares porque negros zopilotes se lo hacían saber. Las aves negras aparecían de vez en vez con sus vuelos altos y circundantes sobre el cielo azul, hasta bajar al nivel del terreno, y con eso anunciaban lo mismo un perro muerto, o un cristiano recién destazado cuyos restos nadie encontraría jamás.
Los niños provenientes de esos basureros imponían su ley en nuestra escuela primaria República de Brasil, de Santa Cruz Meyehualco. Una vez la maestra de tercero, Rosalía, nos llevó a la deportiva de enfrente. Ahí mismo, retó a un duelo de trompo a un vaguito de atrás de esa barda divisoria de un mundo sombrío de este otro.
Con una vara, pintaron un gran círculo y arrojaron unas monedas al piso. La profesora lanzó el trompo de madera con fuerza inusitada, el cual zumbó al caer en la tierra. Con su cuerpo de norteña, grandota y frondosa, se empinó y enrolló la punta de clavo e hizo saltar el trompo unos dos metros, lo recibió con maestría en la palma de su mano, y lo echó contra las monedas de a peso las cuales salieron dando brincos fuera del círculo. Repitió dos veces más la faena y no dejó sino una de ellas, sacada por el otro amigo, para salvarse apenas de una estrepitosa derrota.
Nos fuimos todos festejando a la maestra hacia las canchas de básquetbol, a correr y saltar botando la pelota felices por el triunfo de nuestra inesperada heroína. En eso estábamos cuando escuchamos un rechinido de llantas, seguido de un golpe seco y un grito ahogado proveniente de la calle Genaro Estrada, la cual separaba la Santa Cruz de la Jacarandas. Corrimos hacia las rejas de la deportiva y vimos a un señor de unos 60 años tendido en el piso de la calle, de escasa cabellera y zapatos cafés. Me pareció ver en esa persona a un viejito alto, canoso, que solía llevar a una de mis compañeras de salón. Era una niña de facciones finas, güerita, callada y menudita que me gustaba.
La maestra nos arrastró con sus gritos hacia la escuela, pero no faltaron los niños que aprovecharon hasta el último momento a ver el cuerpo yaciente, recién tapado con una sábana blanca, en medio de un gran charco de sangre, cuando aparecieron los primeros zopilotes en su vuelo paciente y expectante.
Esa noche no pude dormir, menos la siguiente cuando la niña del viejo de los zapatos cafés dejó de ir como una semana completa a la escuela y, cuando regresó, sus ojos antes centellantes, se habían apagado.
Para colmo, una tarde nublada el viento soplaba fuerte y traía un denso terregal de los secos llanos del Vaso de Texcoco. Mientras hacíamos la tarea, oímos los acordes tristes y melancólicos tocados por una banda de pueblo a lo lejos. Nos asomamos a la ventana de nuestro cuarto y vimos en la esquina a una media centena de personas pasar, casi todos cargaban flores de cempasúchil, mientras los hombres cabizbajos traían en las manos sus sombreros en señal de respeto. La razón venía al final de la comitiva: unos señores llevaban en andas un ataúd blanco y pequeño, adornado con flores. Aquiles preguntó a mi abuela Rosalía por qué era blanco y nos dijo que se había ido un angelito; era un niño.
Veía esa caravana paralizado, muerto de miedo. Esa imagen me persiguió en mis peores pesadillas. Me enteré de un porrazo que no sólo los viejos se morían, sino que los niños tampoco son eternos y que también uno se pueden morir en cualquier chico rato, y yo era tan mortal como cualquiera.
Las noches a partir de entonces fueron otra cosa. Si nos daba el insomnio por andar en campaña de guerra de almohadazos, a la media noche éramos invadidos por el pánico al escuchar unos largos silbidos los cuales silenciaban como por arte de magia nuestro intenso relajo y nos hacían escondernos bajo el cobijo de las mantas, con los ojitos apenas asomados. No imaginábamos siquiera la verdad: se trataba del silbato de los veladores montados en sus bicicletas, quienes así avisaban a los desvelados el estatus de calma y sereno reinante en las solitarias calles.
Para propinarnos una estocada de terror, entornando los ojos y abriendo su boca para dejar ver sus tremendos dientotes, la tía Lupe nos dijo que por nada del mundo nos asomáramos a la ventana, ya que esos macabros silbidos eran de La Llorona, la cual buscaba sus hijos muertos, y si un niño se asomaba y era visto por la señora, se lo llevaba como si fuera uno de los suyos.
Jamás nos atrevimos asomarnos. Nuestra curiosidad era mucho menos poderosa que el pavor provocado por los silbatos de los vigilantes, pasando a unos cuantos metros de nuestra ventana. Yo imaginaba a la señora vestida de blanco, con su cara de calaca y sus manos huesudas y largas, recorriendo la avenida con sus pies de cabra.
Esto le conté a un amigo de la escuela: La Llorona atravesaba la Calle 63 todas las noches. Se me quedó viendo con extrañeza.
–No seas pendejo –dijo sonriendo.
Un día lo invité a comer, justo el día en que mi mamá cambió la cerradura de la casa. Mientras estaba lista la comida, por la ventana nos enseñó a mi hermana Ilíada y a mí una cantaleta armonizada con el estribillo de una canción de chinelos dedicada a unos huaraches y la cual, según nos aseguró, era el más efectivo contrahechizo para repeler una mentada:
La ma la ma la ma,
la máquina de coser,
la tu la tu la tu
la tuve que componer.
Chinga tu madre me dijo un enano,
chinga la tuya y estamos a mano.
Nos pareció genial, la adoptamos y la repetimos con cualquier pretexto hasta el regaño. Mi amigo comió, y pidió más y más y más comida hasta que no había. Misteriosamente los tornillos de la cerradura habían desaparecido cuando el cerrajero se presentó a terminar el trabajo. Se nos hizo extraño y culpamos a mi amigo, a pesar de pasarlo a la báscula infructuosamente.
No volvimos a hablarnos hasta un día a la salida, cuando vino hacia mí y me dijo que Aquiles se peleaba a unos metros de la escuela. Corrí junto con él dispuesto a partirle la madre al otro güey, pero al llegar a la madriza me quedé paralizado: mi hermano contendía nada menos que con El Jeringas, el vago más vago de los basureros, el madreador más connotado de la escuela y a quien todos veíamos con respeto y hasta con temor, porque su aspecto era temible: pelón, fornido, chaparrón y de espaldas anchas,
Era el tipo más terrible de la República de Brasil y era famoso pues había reprobado no menos de dos años en los primeros tres de la primaria. Acostumbrado a los pleitos a muerte de los basureros, desafiaba a los grandulones. En una ocasión lo vimos tranquearse con uno de los más sabrosos de sexto, 10 centímetros más alto, que se le puso enfrente, y contra las apuestas, acabó rápidamente con su contrincante. Era el típico fajador. Con sus brazos de cargador, tundía a mazazos a sus rivales gracias a su fuerza descomunal o porque no dejaba de tirar golpes a diestra y siniestra. En la escuela corría el rumor sin confirmar de que había golpeado a un maestro por haberlo reprobado de año.
Pero Aquiles no se amilanó y El Jeringas no tuvo una mañana fácil ese día del mes de abril como otras veces, cuando dejaba tirados y medio muertos a sus rivales al son de sus poderosos cates. Mi hermano le entró al intercambio de golpes, con sus patadas voladoras de karateca sin serlo y sin miedo ninguno. Al Jeringas pareció sorprenderle que ese pequeño niño lo asaltará con ágiles movimientos y golpes a la barriga asestados con rodillas y piernas, y algunos con las manos. A pesar de ser el más chaparrito de su clase y su menuda figura, Aquiles era valiente, rápido y sus golpes eran fuertes, no obstante su frágil apariencia. Los mandarriazos del Jeringas se veían extrañamente lentos en esta contienda, y sus mejores leñazos pasaron rozando apenas la cara del Quilón.
La pelea iba pareja hasta que apareció su maestra Lupita, una morena delgada de muy buen ver, quien sin misericordia jaló de las orejas a El Jeringas para llevarlo directito a la Dirección, y prometió sería una de sus últimas andanzas de su segura expulsión.
Toda la bola de curiosos se fue siguiendo a El Jeringas en su camino al paredón y nadie pareció reparar en el contrincante del torvo peleador. Y entonces nos quedamos solos y nos fuimos despacito a la casa, con los amigos más cercanos en torno nuestro. Yo estaba con la garganta cerrada, casi a punto de llorar, por la emoción de ver a mi hermano salir indemne de una disputa donde le veía como seguro perdedor.
Pero no, Aquiles no tenia huellas de la riña, si acaso uno que otro rozón. A partir de entonces se ganó el respeto de todos los de su salón, quienes lo felicitaban por su empate de visitante el cual tuvo sabor a triunfo en cancha ajena. El Jeringas, sin más, lo hizo su amigo. Incluso le corrió la deferencia de invitarlo a ir en busca de víctimas de menor envergadura, sólo pa darle gusto al gusto, y ensanchar su fama bien ganada de desmadroso y madreador.
Ulises L. Cantarell

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