Ya habíamos comentado que en el futuro, tendríamos el honor de publicar otro relato de la magnífica pluma de Ulises Ladislao. Hoy, nos narra una divertida historia sobre cierto personaje, lleno de flatulencias, y de cuyas virtudes siempre supo sacarles lo peor de cada una de ellas y ganarse el rencor de muchas personas, entre ellas los "perros muertos de hambre" de sus nietos. Que se diviertan y que conste, que si alguien se ve reflejado en dicho personaje, comience a pedir disculpas porque si no, la vida no le va a alcanzar para terminar de ofrecerlas.
Sentado por interminables horas en la orilla derecha del sillón grande, el viejo Ermilo vio pasar casi 45 años provisto de un matamoscas, un pantalón agujereado amarrado con un mecate, unos lentes de fondo de botella, revistas de crucigramas, una caguama diaria bien fría y un oído de tísico que desafiaba invicto los murmullos más imperceptibles de las pláticas femeninas.
Orgulloso graduado del Instituto Campechano, Ermilo se casó con la dulce Rosalía animado por la posibilidad del gozo del placer diario y armado hasta los dientes con su inagotable talento de mecánico. De esta forma, planeaba escalar muchos peldaños sociales, como le prometió en una cálida noche en el Salón Carta Clara, en un concurrido baile en el que lució su reconocida casta de danzonero del jacarandoso barrio del Cristo Negro de ébano, el portentoso Santo Patrono de San Román, traído sin desembarcar directamente de un barco español atracado en el Puerto de Veracruz, en 1565.
Parrandero, mujeriego y jugador desde los 14 años, a los 30 Ermilo tenía ganas de sentar cabeza y qué mejor que con esa delicada y culta mujer de Escárcega que lo veía con admiración, se callaba respetuosamente cuando él arremetía con estentóreos gritos sus tesis doctorales acerca de la mecánica y lo idolatraba como un dios maya renacido de las ruinas de la cercana Edzná.
Tanta admiración y sumisión no mermó ni un céntimo a pesar de que pronto Rosita se dio cuenta de que Ermilo era un don Juan, cuya labia era en realidad una intrincada enredadera de sueños falsos e imposibles, y peor aun, le gustaba resolver a golpes sus errores u omisiones, y no pocas veces, sin mediar la menor provocación cuando llegaba borracho. Así, no pasaba semana que no le propinara un severo castigo, producto de sus amarguras de genio incomprendido y de no alcanzar el triunfo profesional por él mismo anticipado.
Una de esas golpizas no pasó desapercibida, cuando Ermilo mudó a su familia a la selva campechana, en el kilómetro 192 de la ruta que iba de Campeche hasta Tenosique, Tabasco, en busca de mejores horizontes. Una mañana, Rubén Gamboa se presentó de improvisó en la casa de palma y techo de guano del campamento Chac ché y encontró a su hermana tendida en la hamaca, media muerta, embarazada de seis meses de Marvin, el quinto de sus hijos, y con negros moretones que le cubrían media cara, la parte baja de la espalda y ambos muslos.
Sin pensarlo, tomó su caballo y se enfiló rumbo al rancho de su hermano Manuel, donde sabía que Ermilo reparaba el “Mínimo”, un tractor que le habían conseguido los hermanos Gamboa como un favor para se ganara unos centavos con qué mantener a los hijos. Lo encontró trepado en su cátedra intensa y apasionada, presumiendo su sabiduría a un trío de peones y revelándoles los secretos insondables de la puesta a tiempo de los motores. Lo tomó de la camisa y de un sólo movimiento lo arrojó hasta el suelo y le puso la boca de su 38 entre las cejas.
– ¡Aquí te va a cargar la chingada, Caifás! ¡A mi hermana no la vuelves a tocar nunca más, desgraciado!
Decidido a todo, Rubén cortó el cartucho de su revólver en el momento que oyó detrás de sí el grito de su sobrina Mirna, que venía por el camino llevando entre sus bracitos negros y sucios una canastita de colores con tamales torteados de puerco, cuyo destinatario era su padre.
–¡No lo mate, tío, no lo mate!
Mirna tiró a un lado del camino la comida y corrió hacia su padre con la idea de protegerlo con su cuerpecito delgado y esmirriado. Dio apenas unos pasos y cayó fulminada como por un rayo. La pequeña empezó a agitarse sin control, sus ojos se tornaron blancos y su quijada se trabó fuertemente empecinada involuntariamente en partir en dos su blanca lengua.
Los dos hombres olvidaron su disputa y se abalanzaron hacia la niña que no dejaba de convulsionarse, presa de un ataque epiléptico que le hacía retorcerse en la tierra amarilla del camino. Sin atinar qué hacer, le daban cachetaditas para hacerla reaccionar, asustados por la fuerte agitación que no lograban dominar.
Tras un par de minutos, la crisis aminoró y Rubén cargó el cuerpo flaco, pequeño y flácido de Mirnita, cuyas manchas inconfundibles de la desnutrición reafirmaban la palidez de su cara. El hermano mayor de los Gamboa montó ágilmente en su caballo y salió disparado entre el monte hacia el campamento de camineros donde ofrecía consulta su paisano, el doctor Martínez Chávez.
Rubén entró a la casucha de varas y techo de guano convertida en clínica, hospital o lo que se necesitara en el medio de la selva campechana, embistió a quien se le atravesó en su camino y depositó a su sobrina en una hamaca que hacía de mesa de exploración.
–La epilepsia no me preocupa, eso se quita con los años –diagnosticó el experimentado galeno–, pero esta niña se les puede morir de desnutrición si no le dan de comer como se debe y todos los días.
El médico tomó un frasco de pastillas de vitamina C y se las entregó a Rubén, quien derrumbado en el piso del consultorio, dejaba escapar un par de lágrimas que se escurrieron a lo largo de sus mejillas.
A pesar de ello, el suceso no modificó el comportamiento de Ermilo, quien se graduó con honores como el borracho más connotado de la zona. Con el poco dinero que ganaba, organizaba francachelas con sus amigos por días enteros cerrando a veces por semanas la cantina La Palestina, que los mercaderes “turcos” habían instalado en la villa de Escárcega para sorber como zancudos la escasa paga de los peones de la zona vendiéndoles licor a precio de oro.
Tras verse señalado con tan dudoso honor, luego de tres años de andar de campamento en campamento, decidió regresar al puerto, no sin antes emprender una tremenda parranda de despedida con sus más allegados con el dinero que le habían pagado a su mujer por la venta de dos docenas de gallinas ponedoras, el mayor patrimonio jamás atesorado por la familia, el mero día que el tren lo llevaría de regreso a Campeche.
Con una botella de habanero Pavón ya encima, por casualidad oyó el primer pitido del tren que anunciaba su arribo a la estación de la villa, a un kilómetro de distancia. Salió apresuradamente de la cantina dejando una tercia de ases sobre la mesa. Llegó a su casa regañando a su mujer e hijos por el retraso y los obligó a cargar con maletas, cajas, bultos y demás pertenencias para alcanzar el ferrocarril, él por delante y sin cargar absolutamente nada. La gente se detenía a mirar el patético espectáculo de ver correr a los pequeños niños y a la mujer tratando de alcanzar un tren que se despidió a toda velocidad con otro pitazo cuando no habían avanzado ni 200 metros. Pero eso no rindió a Ermilo quien tenía la esperanza de alcanzar al convoy reprimiendo a su mujer y arengando a sus chiquillos quienes sudaban a chorros por el peso de las pertenencias, el calor de más de 40 grados y, sobre todo, por el miedo atroz de que su padre se desquitara más tarde a cinturonazos por su incapacidad para alcanzar los 40 kilómetros por hora, la velocidad del tren en plena marcha.
La miseria fue el único visitante que, llegado inmediatamente después de que Ermilo desposó a Rosalía Gamboa, se instaló por décadas en el hogar del matrimonio. Y es que cuando no hallaba trabajo que le mereciera, era víctima de “la mala suerte” pues era despedido a los pocos meses por sus patrones, no por los malos servicios sino por el fastidio que causaban los desplantes y las arrogancias del presuntuoso mecánico.
Cuando ya sumaba su octavo de los nueve hijos que procrearía y había regresado a Campeche, la suerte pareció dar un giro de 180 grados: un compañero de banca del Instituto Campechano arrasó con el tradicional chanchullo príista las elecciones y se acomodó a los pocos meses en la silla principal del gobierno del estado.
En cuanto supo que aquél estaba ya instalado, se puso sus mejores galas, un roído pero pulcro pantalón de lino, su guayabera blanca adquirida en Mérida y su regio sombrero jipi comprado con los indios de Bécal, y se fue a ver a su amigo de la infancia con el evidente objetivo de pedirle favores.
Entró al Palacio de Gobierno sin cita, con desplantes de familiar cercano y ordenó al diligente secretario particular anunciar de inmediato su presencia al gobernante.
Manuel López Hernández, personalmente, salió de su despacho a recibir a su compañero de no pocas aventuras, el hijo mayor del famoso “Diablo” Cantarell.
–¡Diablo, Ermilo, amigo!, ¿a qué debemos el honor de tu visita?
–¿Qué pasó, cabrón Maistrín, que ya no te acuerdas de tus amigos?
El gobernante recién elegido lo invitó a pasar a su amplio despacho de techos altos, muebles de madera de roble, cuya dulce fragancia inundaba el ambiente y llamó la atención del mecánico por unos segundos, pues le recordó su infancia cuando vivía con su madre, doña Dolores Rodríguez. Era ese mismo aroma a mar que despedía el antiguo ropero que guardaba las pocas posesiones de la familia, y del que doña Lola sacaba a escondidas unos pocos centavos para que Ermilo fuera a la tienda de raya a comprar la cena del día para Felicia, Arsenio y Ramón, sus pequeños hermanos.
El Maestrín se sentó en su silla de gobernador, adornada con exquisitas chapas de maderas preciosas, cuya riqueza encendió la economía del estado en otros tiempos y despertaron la codicia de John Hawkins, Francis Drake, Henry Morgan, Laurent Graff, mejor conocido como “Lorencillo”, Diego el Mulato y Pie de Palo, entre otros famosos piratas del Caribe.
–¿No entiendo como un cabrón tan pendejo como tú puede estar sentado en esa silla? –señaló Ermilo con su comentario hiriente de siempre.
El Maistrín soltó una estruendosa carcajada, conocedor de los excesos de franqueza que caracterizaban a su amigo, desde que eran chamacos.
–Muy pendejo, muy pendejo, pero ya estoy sentado aquí donde muchos se matarían por estar sentados. Hasta tú, Caifás.
–¿Y qué?, ¿de qué me la vas a dar, aquí en el gobierno? –espetó el hijo del Diablo.
–Aquí en el gobierno tengo muchos compromisos con mucha gente, tú sabes. Pero tengo un amigo que tiene 10 camaroneros. Te voy a dar una carta para él. ¿Sigues persiguiendo a las putas de La Palestina, eh, cabrón?
–Pues mientras no sea de gato, todo está bien –exigió Ermilo.
Salió del despacho con una carta de recomendación en la mano derecha, partiendo plaza, inflado como un pejesapo, seguro de que en la compañía camaronera lo harían supervisor de mecánicos o maquinista en jefe, a cargo del correcto funcionamiento de los motores de la flota de barcos camaroneros.
Al día siguiente visitó al empresario y le habló de la gran amistad que le unía con el nuevo mandatario, le reveló dos indiscreciones vividas con éste –sin sospechar que hablaba con el primo de la esposa de aquél– y al llegar al punto que le interesaba se ofendió cuando el dueño de los barcos le dijo que el puesto que él quería estaba ocupado y que por tratarse del gobernador, podía embarcarse para hacerse cargo de la máquina del “Cozumel”.
Sin mediar más diálogo, Caifás se levantó de un salto, rojo de ira y le dijo al “mequetrefe” ese que traía una recomendación del propio gobernador y que si eso no era suficiente, entonces se metiera por el coño su trabajo, si no sabía con quién trataba, que él era el mejor mecánico de todo Campeche.
De ahí, echando maldiciones, se fue directito a la Casa de Gobierno, entró hasta el despacho sin anunciarse y sin que nadie se lo impidiera le aventó a la cara el papel de la recomendación al Maistrín, quien en ese momento estaba en acuerdo con su secretario de Agricultura y Recursos Hidráulicos.
–¡Qué te crees que soy tu pendejo! Chinga tu madre. Tú y ese hijoeputa se van mucho a la chingada. No soy gato de nadie, ya te lo dije. Y ahí tienes tu pinche papel que, si lo uso, será sólo para limpiarme el culo.
Salió por donde entró sin atender las explicaciones de su amigo, que le pedía paciencia, que todo era cuestión de tiempo. Llegó a su casa a orilla de la playa de mal humor y se desquitó a gritos y golpes con su mujer, con el pretexto de que le había traído el chocolate caliente, en vez de tibio, como a él le gustaba.
Con 43 años recién cumplidos, se retiró y nunca más movió un dedo para trabajar o mantener a su familia. Cambió para siempre su caja de herramientas por un altero de pasquines llenos de crucigramas por resolver y un matamoscas de plástico que renovaba de tiempo en tiempo; también se descalzó para rascarse los pies a gusto y cuando se le hinchara la gana. Construyó entonces su propio despacho en el sillón grande y se dispuso a disparar sin piedad los efluvios gaseosos que producía su defectuosa digestión de borracho empedernido y flojo consumado, mientras ordenaba sus chanclas a Miriam, sus medicinas para los ojos a Milton, su toalla a Marianela y su cerveza casi congelada a Marvicho.
A partir de ese día inauguró su calidad de metiche profesional, vertiendo empecinadamente su opinión en las pláticas ajenas que capturaba su fino oído de afinador, monólogos que siempre desembocaban en sus heroicidades como mecánico en la selva de Campeche. Comenzó a dictar sus consejos de sabio a quienes llegaban a su casa para pedir prestado un trozo de canela o la cola de cochino para cocinar frijoles, en tanto disparaba a todo vapor un concierto de flatulencias, sin importar la investidura real, presidencial, militar, ministerial, política, empresarial, académica, profesional, comercial, ejecutiva o sexual del visitante.
Para mantener la casa y mitigar el hambre, Rosalía se dedicó a comprar medias al mayoreo, las cuales revendía de casa en casa con sus amistades. Mevelín y Manuel, dos de los hermanos más grandes, fueron instruidos en el arte de la pesca, en especial de pulpos mediante largas varas que introducían entre las oquedades formadas por el mar en su constante vaivén de cientos de años o debajo de los grandes pedregones del malecón del puerto. De esta forma, se cocinaban no sólo los babosos pero sabrosos moluscos, sino de vez en cuando un pargo, una cherna y hasta un esmedregal cogido con la suerte del anzuelo de los vástagos.
Los hijos más pequeños desempeñaban otras tareas: Miriam se iba temprano al parque de la Catedral a bolear los zapatos de los marinos que recalaban por ahí, mientras Milton y Marianela se ofrecían como peoncitos en las quintas del barrio de Santa Ana para bajar la fruta de los árboles rebosantes de mangos, guaya, aguacates, ciruelas y caimitos. En las tardes, corrían con sus pies descalzos a la escuela a aprender los pormenores de la suma, la resta, la multiplicación y las conjugaciones verbales.
Una tarde en que el viento del norte golpeaba fuerte, el cansancio y la falta de alimento suficiente rindió sobre la banca a Marianela, en mitad de la clase. Su maestra, una viuda de no más de 40 años y lentes espesos que le deformaban los ojos, enseñaba a leer a sus alumnos con disciplina de sargento provista del Silabario de San Miguel, haciéndolos aprender a fuerza de repetir letras y sílabas hasta el cansancio.
–Pe a pa, pe e pe, pe i pi, pe o po, pe u pu; eme a ma, eme e me, eme i mi, eme o mo, eme u mu–, cantaban los infantes siguiendo las instrucciones de la dura profesora.
Marianela fue sacada de su inmersión en las profundidades de Playa Bonita donde conversaba con sirenas y montaba caballitos de mar en carreras de “El último es vieja”, mediante dos cachetadones bien asestados, al tiempo que era levantada de su banca y arrastrada por una descomunal fuerza, asida de su pequeña oreja, a un lado del pizarrón. Un grueso y tibio hilo de sudor que le bajaba desde la oreja por el cuello terminó por despejarla de su letargo, se lo secó con el dorso de la mano y se desvaneció de nuevo por el susto al ver que el pegajoso fluido que le escurría no era sudor sino su sangre, ante el pavor de dos de sus sobrinitos llegados desde la ciudad de México, invitados a la clase y que llenaban trabajosamente una plana de bolitas y palitos.
Y ese no fue su único terror de la tarde, pues devueltos de improviso y a toda prisa a la casa de la playa, Quilón y Lisón se encontraron con el energúmeno de su abuelo, quien dictó los sucesos de acuerdo con su sabía deducción y llegó a la conclusión de que ellos habían sido los provocadores de la incontinente ira de la profesora.
–¡Estos hijoeputas molestaron a la maestra con sus gritos y peleas, además tanto chamaco saca de quicio a cualquiera!
Rosalía tuvo que llevar a su hija con el doctor McGregor para que le pusiera algunas puntadas y curar el desprendimiento de la oreja. Si los nueve hijos contantes y sonantes lo ponían de mal humor, la repentina llegada de dos nietos y una tercera que venía en camino desesperaban al viejo, sobre todo porque éstos no le guardaban la sumisión de los hijos, ni le hacían caso cuando les gritaba que se callaran el hocico en sus disputas mañaneras, cesaran de utilizar la hamaca como columpio en las cálidas tardes o apagaran sus interminables lloriqueos que no le dejaban dormir durante la noche. Cuando éstos aparecían cerca de su sillón, los alejaba sin miramientos, empuñando su matamoscas como aparato disuasivo.
–¡Sáquense de aquí, perros, váyanse para el patio, hijoeputas!
Y se salían al inmenso patio, donde la abuela tenía una pequeña granja de dos patos, tres gallinas, un gallo, dos pavas y un guajolote que era el mandamás del terreno y cuya única ocupación era pisar a las señoras del lugar, sin importar género o especie.
Pero si con los niños era despiadado, con las niñas era un pederasta aprovechado. Federico, sobrino de doña Rosalía, chofer de camiones de carga, también borracho y parrandero, se quedó dormido en las cumbres de la selva de Los Tuxtlas con un Torton repletó de sacos de arroz y desbarrancó a la mitad de la noche. Para solucionar la emergencia personal de andar a salto de mata evadiendo la justicia, repartió con distintas familias a sus cuatro hijos. Una de ellas, de apenas 11 años, quedó encargada por algunos meses en la casa de la playa. Todos depositaron gran parte de su carga en la niña quien se volvió la encargada a partir de entonces de barrer, sacudir el polvo, recoger las hamacas, lavar los trastes, tender la ropa, ir a los mandados, y la ocasión para que Ermilo cometiera atrocidades a escondidas. En los descuidos de doña Rosalía, entraba en la cocina a manosear a la niña, metiéndole la mano por debajo de la falda y pegársele como macho en celo, sin que nadie se atreviera nunca, por omisión o por puro miedo, a ponerle un alto.
Como defensa, la niña corría al patio y junto con sus primos se desquitaba a su manera de las agresiones. Del cajón de su tío Mevelín hurtaron una media decena de dardos y se divertían organizando torneos relámpago de puntería para acertarle en el ano al guajolote, en quien veían encarnar al tiránico abuelo. Luego construyeron una poderosa resortera y entonces el reto era atinarle al moco del pavo cuando el ave ponía en marcha sus desplantes de jefe macho de la quinta y se inflaba para mostrar sus plumas a las hembras, como cuando Ermilo presumía sus danzones y se le repegaba a su joven nuera, la mamá de los niños, so pretexto de que se bailaba bien apretado.
El guajolote corría despavorido bajo el intenso bombardeo de semillas del árbol de guaya y los picudos misiles teledirigidos; entonces dejó de pisar a las damas de su reino por el temor de ser asaltado en pleno acto, y se refugió en las cajas de madera del fondo del terreno.
Una mañana el horrible guajolote amaneció con el ojo colgándole del orificio ocular, incapaz de moverse por sí solo, sentado en una tabla que desde entonces también convirtió en su despacho hasta el último de sus días, cuando fue depositado en el bote de basura, pues a todos les dio un asco incontenible comerse al ave tuerta, a pesar de que el hambre seguía siendo la invitada cotidiana de la casa de San Román, a orilla de la playa.
Ulises L. Cantarell
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