miércoles, 12 de enero de 2011

Conferencias en el baño

Antes que nada, vaya desde aquí una felicitación y el eterno agradecimiento a Jorge Trejo, mandamás del Crooked blog, quien se encargó de la nueva imagen de nuestro espacio. ¡Quedó de poca!
Y ya entrando en materia, con esta entrega culminamos los relatos de Ulises Ladislao, quien ha cautivado a todos aquellos que han disfrutado sus relatos en este espacio. Ha llegado tan lejos esta fama que ya, ciertos seres pretenden una Guerra Santa contra el autor y quien esto escribe. Lo que no saben los zombies estos, es que el Grupo de los 8 ya los está esperando, con la ironía como lanza, y el humor como escudo invencible.
Disfruten este relato y pidamos a los poderosos que obliguen al autor a darle más seguido a la pluma.

Al Güeriro, el primer sabio que ilustró  mi vida

Ese mediodía doña Socorro nos propuso un juego: debíamos caminar desde el kinder de San Juan Pantitlán hasta la enorme casa de tezontle que destacaba en la orilla oriente de la Calzada Zaragoza, a medio kilómetro de distancia rumbo al Peñón Viejo. Si lo lográbamos, nos compraría a Aquiles y a mí el álbum de estampas de futbolistas que por tanto tiempo habíamos anhelado.
Aceptamos emprender la aventura de inmediato. El amplio camellón de la Calzada presentaba muchos misterios qué descubrir, en particular el rojo caserón de nuestra meta. Abandonada por indescifrables años, la construcción cautivaba nuestros miedos infantiles, tras que el padrino Guayo nos contó que el había trabajado ahí una vez como mesero, en una boda donde los novios estaban ausentes.
Relató que al principio era un festejo como cualquier otro, donde los anfitriones mataron un par de cochinos, pusieron al fuego un par de cazuelas gigantescas y cocieron en un mar de grasa, leche y jugo de naranja los gordos animales. Luego, dispusieron una mesa inmensa con una decena de bandejas repletas de jugosa carne, además de tortillas de nixtamal apiladas en varios montones envueltas en enormes servilletas, salsas de varios colores y cúmulos de limones grandotes como bolas de billar, partidos en cuatro o seis pedazos.
Animada como pocas bodas, Guayo narró que los comensales comían sus tacos y brindaban ruidosamente con grandes sorbos de tequila, al tiempo que otros bailaban los acordes de La Rielera, El Puente Roto o La Adelita.
Una viejita chiquita de piel arrugada como acordeón, a quien llamaban doña Nata, era la sensación de la fiesta; primero, porque desde la propia jarra se empinaba el curado de avena hasta verle el fondo y, después, por su estilo peculiar de bailar, que consistía en recorrer la pista a todo su largo y ancho, resbalando sus piecitos sobre la duela, como tirando rápidas y ágiles patadas a una horda de ratones invisibles que invadían el suelo.
Al caer la tarde, la animación iba creciendo y negras nubes terminaron por encapotar el cielo. En esos momentos le vinieron a Guayo incontenibles ganas de orinar, y se fue trotando al baño. Mientras la paulatina liberación del amarillo líquido aliviaba sus ansias, escuchó claramente el estruendo de los rayos, la lluvia intensa cayendo sobre el techo y los chorros de agua escurriendo por los tubos de desagüe hacia el suelo.
Pero al salir del baño, una pesada calma embargaba el lugar y los invitados habían desaparecido. Los platos sucios rebozaban la gran mesa, y vasos y caballitos estaban regados encima de las sillas como si repentinamente todos hubieran salido a ver la lluvia caer y a los rayos iluminar la tarde.
Se asomó al patio pero no había nadie. Entró de nuevo a la amplia sala y se fue directo a la cocina, donde tampoco encontró a persona alguna. De pronto oyó pasos provenientes de la gran sala. Se asomó otra vez y vio de espaldas a la pareja de recién casados saliendo a toda prisa.
--¡Hey, jóvenes! –gritó—, ¿dónde están todos? ¡No salgan, está lloviendo muy fuerte!
Por respuesta, el novio se llevó la mano a la bolsa sacó un grueso fajo de billetes y los depositó en la mesa contigua. En cuanto dejó el dinero, un rayo encendió la oscuridad del salón, y Guayo pudo ver una mano blanca y huesuda, con áreas amoratadas a la altura de la muñeca, como si apretadas sogas hubieran lastimado al muchacho. Los pocos cabellos del mesero campechano se levantaron al unísono y quedó paralizado por un tiempo.
Al recobrarse, se enfiló a la salida del solitario caserón movido por sus cortas piernas y envuelto apenas en su filipina blanca. Tomó el dinero sin examinarlo, lo guardó en el bolsillo de su pantalón negro y salió corriendo del lugar sin recoger su suéter colgado en la cocina. Atravesó la inundada Calzada Zaragoza bajo la tormenta y despertó de ese letargo cuando el tren de San Lázaro le pitó a unos metros con su estruendoso silbato, porque se encontraba parado en medio de la vía.
Con su filipina mojada pero intacta, llegó llorando a la casa en puros calzoncillos cuando ya había anochecido. Decía frases inteligibles y apuntaba el dedo hacia la ventana, mientras abría desmesuradamente sus ojos de sapo y su orgulloso diente de oro dominaba sus caninos. Mi abuela Evangelina supuso que era uno más de sus delirios de sus constantes borracheras.
Curiosamente esa noche, Aquiles y Julián vieron como una gran bola de fuego proveniente del cielo quemaba la mata de coco que el abuelo Juan había plantado en el fondo del patio. Incluso, el pequeño Julius, con su oso café en brazos, decía haber visto asomarse a un ser horrible con sus cuernos largos y negros por la ventana, entre sustos y lloriqueos.
Esa mañana de sol intenso, sin embargo, recorríamos la Calzada pateando piedras y recogiendo las piñitas que soltaban los altos pinos que bordeaban el pequeño bosque del ancho camellón. Mi mamá nos enseñó el intenso y dulce olor del eucalipto, cuyas ramas atiborradas de hojas alfombraban enormes áreas de la arboleda. Ensimismados en ese aroma, cuando nos dimos cuenta habíamos pasado ya por unos 30 metros la solitaria casa embrujada, donde esperábamos ver asomarse algún fantasma envuelto en su sábana o una fea bruja saliendo montada en su escoba voladora.
Pero mi mamá nos explicó que esas cosas no pasan nunca y menos en una mañana soleada como esa. Mantuvimos el paso hasta que llegamos al gran llano que dominaba el poniente de la Calzada, donde la Secretaría de Comunicaciones tenía una caseta de control y al fondo se avistaba un cementerio de patrullas de caminos, negras y polvosas.
A esa altura el Peñón Viejo se divisaba alto, con las tres cruces que dominaban la cima del cerro. El cansancio empezaba a hacer mella, no tanto por el camino transitado sino porque esa mañana en el recreo habíamos desatado nuestra primera bronca campal, cuando Aquiles se agarró a trancazos, él solito, con una banda de chamacos en el jardín de niños de las rejitas de colores. No supimos cómo empezó el pleito, pero al rato lo vi ir de un lado a otro tirándoles de patadas y trancazos.
Mamá Socorro nos convenció de recorrer el último kilómetro a cambio de un peso de estampitas para cada uno. Lo cierto es que no había dinero en casa para el camión de regreso, y faltaba poco para llegar a ella. Llegamos exhaustos y con los pies adoloridos. Comimos y enseguida nos quedamos dormidos casi toda la tarde. Por supuesto, nunca recibimos nuestro premio.
Aquiles tuvo que levantarse antes, pues en unos días sería la estrella de un cuento actuado en el festival de Día de las Madres, donde su maestra, vestida de conejito se le presentaba en el bosque encantado. Por más que ensayaba, mi mamá no podía hacerlo decir correctamente su único parlamento.
—Cojenito, ¿a dónde vas con ese pastel?— insistía el Quiloncito, sin entender por qué lo hacían decir tantas repeticiones.
Hacia las 8 de la noche me dolía panza, tenía calentura y el diagnóstico de doña Eva fue empacho. Mi abuela me puso de inmediato una lavativa, me pellizcó la espalda a lo largo de la columna vertebral para despegar la piel de fruta seguramente pegada en las tripas y recetó dos cucharaditas de aceite de oliva aderezado con un poco de sal para desvanecer el trauma. Al otro día, no fui a la escuela.
Aquiles tuvo más suerte, pero antes de las 12 del día siguiente lo regresaron del jardín de infantes por una explosiva diarrea. Ese día era tal el apeste que emanaba del baño, que él se negó rotundamente a recibirme en su despacho estrecho y privado para conferenciar sobre lo sucedido, a pesar de que no me espantaban los nauseabundos olores que despedía sentado en el bacín.
Poco antes habíamos adquirido la costumbre de invitarnos cortésmente a platicar en el baño. No íbamos si no estábamos acompañados, uno sentado en el bacín, el otro en cuclillas recargado en la pared para debatir acerca de la razón de resbalarnos en el baño, del por qué los árboles se vestían con hojas, del idioma insondable de los perros o de cómo es que vuelan las moscas.
La sana costumbre se terminó cuando Aquiles aprendió a leer y prefiere la lectura de las aventuras de Kalimán y Solín, Memín Pingüin, Rarotonga y Rolando el Rabioso y su fiel escudero Pitoloco. Y es que al borde del fastidio, mis preguntas son incisivas, no admiten un no por respuesta, pero él las torea con ingenio y a veces con inventiva en su calidad de alto catedrático casi graduado de primero de primaria y experto practicante del arte de revolver vocales y consonantes para escribir palabras.
Uno se resbala en el baño, me explicó un día, porque nuestros zapatos matan por aplastamiento a los microbios y su sangre derramada, transparente e invisible, hace tremendamente resbaladizo el piso del cuarto del aseo personal. Adiestrados con esa sabiduría inaudita, mientras debatíamos de muchos temas, en cada entrada a ese reducido espacio nos dedicamos hasta el cansancio a agarrar a pisotones a los malévolos gérmenes. Al principio imaginábamos el triunfo de su exterminio total, pero al poco tiempo estábamos convencidos de que debían ser muchísimos, pues nuestros zapatos no cesaban de derrapar en el imperceptible microlago de su líquido vital.
Según sus cuentas, Aquiles calculaba la muerte de mil, quizás un millón, pero seguramente Mil y Pico, el más grande número conocido por la humanidad, según entendíamos en ese entonces, tras escuchar a mi abuela discutir a grandes voces acerca de jugosos negocios que demandaban la empresa de muy altas inversiones. 
Por Ulises L. Cantarell

2 comentarios:

  1. Gracias al autor por obsequiarnos este relato y al dueño del blog por publicarlo. Ójalá más seguidores nos animemos a compartir historias, ensayos, pinturas... no parece, pero todos llevamos dentro experiencias que pueden enriquecer muchas vidas.

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  2. Feliz cumpleaños al autor de este cuento (14-ene-2011), Ulises. Medio siglo es digno de relatar y aprovechar las experiencias de vida. Sin duda, un regalo excepcional. Felicidades!!!

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